Autor: Jeanne-Marie Le Prince de Beaumont
Una de las versiones más conocidas de este cuento. Aquí nos encontramos con una bestia sin nada de inteligencia, pero con un enorme corazón. Cada cuento tiene su propia versión de "La bestia", esta y otra que les compartiré por allí son los moldes que utilizó Disney para crear su exitosa película animada.
***
Había una vez un mercader muy
rico que tenía seis hijos, tres varones y tres mujeres; y como era hombre de
muchos bienes y de vasta cultura, no reparaba en gastos para educarlos y los
rodeó de toda suerte de maestros. Las tres hijas eran muy hermosas; pero la más
joven despertaba tanta admiración, que de pequeña todos la apodaban “la bella
niña”, de modo que por fin se le quedó este nombre para envidia de sus
hermanas.
No sólo era la menor mucho más
bonita que las otras, sino también más bondadosa. Las dos hermanas mayores
ostentaban con desprecio sus riquezas antes quienes tenían menos que ellas; se
hacían las grandes damas y se negaban a que las visitasen las hijas de los
demás mercaderes: únicamente las personas de mucho rango eran dignas de
hacerles compañía. Se lo pasaban en todos los bailes, reuniones, comedias y
paseos, y despreciaban a la menor porque empleaba gran parte de su tiempo en la
lectura de buenos libros.
Las tres jóvenes, agraciadas y
poseedoras de muchas riquezas, eran solicitadas en matrimonio por muchos
mercaderes de la región, pero las dos mayores los despreciaban y rechazaban
diciendo que sólo se casarían con un noble: por lo menos un duque o conde.
La Bella -pues así era como la
conocían y llamaban todos a la menor- agradecía muy cortésmente el interés de
cuantos querían tomarla por esposa, y los atendía con suma amabilidad y
delicadeza; pero les alegaba que aún era muy joven y que deseaba pasar algunos
años más en compañía de su padre.
De un solo golpe perdió el
mercader todos sus bienes, y no le quedó más que una pequeña casa de campo a
buena distancia de la ciudad.
Totalmente destrozado, lleno de
pena su corazón, llorando hizo saber a sus hijos que era forzoso trasladarse a
esta casa, donde para ganarse la vida tendrían que trabajar como campesinos.
Sus dos hijas mayores
respondieron con la altivez que siempre demostraban en toda ocasión, que de
ningún modo abandonarían la ciudad, pues no les faltaban enamorados que se
sentirían felices de casarse con ellas, no obstante su fortuna perdida. En esto
se engañaban las buenas señoritas: sus enamorados perdieron totalmente el
interés en ellas en cuanto fueron pobres.
Puesto que debido a su soberbia
nadie simpatizaba con ellas, las muchachas de los otros mercaderes y sus
familias comentaban:
-No merecen que les tengamos
compasión. Al contrario, nos alegramos de verles abatido el orgullo. ¡Qué se
hagan las grandes damas con las ovejas!
Pero, al mismo tiempo, todo el
mundo decía:
-¡Qué pena, qué dolor nos da la
desgracia de la Bella! ¡Esta sí que es una buena hija! ¡Con qué cortesía le
habla a los pobres! ¡Es tan dulce, tan honesta!…
No faltaron caballeros dispuestos
a casarse con ella, aunque no tuviese un centavo; mas la joven agradecía pero
respondía que le era imposible abandonar a su padre en desgracia, y que lo
seguiría a la campiña para consolarlo y ayudarlo en sus trabajos. La pobre
Bella no dejaba de afligirse por la pérdida de su fortuna, pero se decía a sí
misma:
-Nada obtendré por mucho que
llore. Es preciso tratar de ser feliz en la pobreza.
No bien llegaron y se
establecieron en la casa de campo, el mercader y sus tres hijos con ropajes de
labriegos se dedicaron a preparar y labrar la tierra. La Bella se levantaba a
las cuatro de la mañana y se ocupaba en limpiar la casa y preparar la comida de
la familia. Al principio aquello le era un sacrificio agotador, porque no tenía
costumbre de trabajar tan duramente; mas unos meses más adelante se fue
sintiendo acostumbrada a este ritmo y comenzó a sentirse mejor y a disfrutar
por sus afanes de una salud perfecta. Cuando terminaba sus quehaceres se ponía
a leer, a tocar el clavicordio, o bien a cantar mientras hilaba o realizaba
alguna otra labor. Sus dos hermanas, en cambio, se aburrían mortalmente; se
levantaban a las diez de la mañana, paseaban el día entero y su única diversión
era lamentarse de sus perdidas galas y visitas.
-Mira a nuestra hermana menor -se
decían entre sí-, tiene un alma tan vulgar, y es tan estúpida, que se contenta
con su miseria.
El buen labrador, el padre, en
cambio, sabía que la Bella era trabajadora, constante, paciente y tesonera, y
muy capaz de brillar en los salones, en cambio sus hermanas... Admiraba las
virtudes de su hija menor, y sobre todo su paciencia, ya que las otras no se
contentaban con que hiciese todo el trabajo de la casa, sino que además se
burlaban de ella.
Hacía ya un año que la familia
vivía en aquellas soledades cuando el mercader recibió una carta en la cual le
anunciaban que cierto navío acababa de arribar, felizmente, con una carga de
mercancías para él. Esta noticia trastornó por completo a sus dos hijas
mayores, pues imaginaron que por fin podrían abandonar aquellos campos donde
tanto se aburrían y además lo único que se les cruzaba por la cabeza era volver
a la ociosa y fatua vida en las fiestas y teatros, mostrando riquezas; por lo
que, no bien vieron a su padre ya dispuesto para salir, le pidieron que les
trajera vestidos, chalinas, peinetas y toda suerte de bagatelas. La Bella
no dijo una palabra, pensando para sí que todo el oro de las mercancías no iba
a bastar para los encargos de sus hermanas.
-¿No vas tú a pedirme algo? -le
preguntó su padre.
-Ya que tienes la bondad de
pensar en mí -respondió ella-, te ruego que me traigas una rosa, pues
por aquí no las he visto.
No era que la desease realmente,
sino que no quería afear con su ejemplo la conducta de sus hermanas, las cuales
habían dicho que si no pedía nada era sólo por darse importancia.
Partió, pues, el buen mercader;
pero cuando llegó a la ciudad supo que había un pleito andando en torno a sus
mercaderías, y luego de muchos trabajos y penas se halló tan pobre como antes.
Y así emprendió nuevamente el camino hacia su vivienda. No tenía que recorrer
más de treinta millas para llegar a su casa, y ya se regocijaba con el gusto de
ver otra vez a sus hijas; pero erró el camino al atravesar un gran bosque, y se
perdió dentro de él, en medio de una tormenta de viento y nieve que comenzó a
desatarse.
Nevaba fuertemente; el viento era
tan impetuoso que por dos veces lo derribó del caballo; y cuando cerró la noche
llegó a temer que moriría de hambre o de frío; o que lo devorarían los lobos, a
los que oía aullar muy cerca de sí. De repente, tendió la vista por entre dos
largas hileras de árboles y vio una brillante luz a gran distancia.
Se encaminó hacia aquel sitio y
al acercarse observó que la luz salía de un gran palacio todo iluminado. Se
apresuró a refugiarse allí; pero su sorpresa fue considerable cuando no
encontró a persona alguna en los patios. Su caballo, que lo seguía, entró en
una vasta caballeriza que estaba abierta, y habiendo hallado heno y avena, el
pobre animal, que se moría de hambre, se puso a comer ávidamente. Después de
dejarlo atado, el mercader pasó al castillo, donde tampoco vio a nadie; y por
fin llegó a una gran sala en que había un buen fuego y una mesa cargada de
viandas con un solo cubierto. Quizás pecaría de atrevido, pero se dirigió hacia
allí. La tentación fue muy grande, pues la lluvia y la nieve lo habían calado
hasta los huesos; se arrimó al fuego para secarse, diciéndose a sí mismo: “El
dueño de esta casa y sus sirvientes, que no tardarán en dejarse ver, sin duda
me perdonarán la libertad que me he tomado.”
Se quedó aún esperando un rato
largo, observaba hacia los otros recintos para tratar de ubicar a algún
habitante en la mansión, pero cuando sonaron once campanadas sin que se
apareciese nadie, no pudo ya resistir el hambre, y apoderándose de un
pollo se lo comió con dos bocados a pesar de sus temblores. Bebió también
algunas copas de vino, y ya con nueva audacia abandonó la sala y recorrió
varios espaciosos aposentos, magníficamente amueblados. En uno de ellos
encontró una cama dispuesta, y como era pasada la medianoche, y se sentía
rendido de cansancio, entumecido y aturdido de la aventura pasada hasta
encontrar este cobijo, decidió cerrar la puerta y acostarse a dormir.
Eran las diez de la mañana cuando
se levantó al día siguiente, y no fue pequeña su sorpresa al encontrarse un
traje como hecho a su medida en vez de sus viejas y gastadas ropas. “Sin duda”,
se dijo, “o no he despertado, o este palacio pertenece a un hada buena que se
ha apiadado de mí.”
Miró por la ventana y no vio el
menor rastro de nieve, sino de un jardín cuyos floridos canteros encantaban la
vista. Entró luego en la estancia donde cenara la víspera, y halló que sobre
una mesita lo aguardaba una taza de chocolate.
-Le doy las gracias, señora
hada -dijo en alta voz-, por haber tenido la bondad de albergarme en noche tan
inhóspita y de pensar en mi desayuno.
El buen hombre, después de tomar
el chocolate, salió en busca de su caballo, y al pasar por un sector lleno de
rosas blancas recordó la petición de la Bella y cortó una para llevársela. En
el mismo momento se escuchó un gran estruendo y vio que se dirigía hacia él una
bestia tan horrenda, que le faltó poco para caer desmayado.
-¡Ah, ingrato! -le dijo la Bestia
con voz terrible-. Yo te salvé la vida al recibirte y darte cobijo en mi
palacio, y ahora, para mi pesadumbre, tú me arrebatas mis rosas, ¡a las que amo
sobre todo cuanto hay en el mundo! Será preciso que mueras, a fin de reparar
esta falta.
El mercader se arrojó a sus pies,
juntó las manos y rogó a la Bestia:
-Monseñor, perdóname, pues no
creía ofenderte al tomar una rosa; es para una de mis hijas, que me la había
pedido.
-Yo no me llamo Monseñor
-respondió el monstruo- sino la Bestia. No me gustan los halagos, y sí que
los hombres digan lo que sienten; no esperes conmoverme con tus lisonjas. Mas
tú me has dicho que tienes hijas; estoy dispuesto a perdonarte con la condición
de que una de ellas venga a morir en lugar tuyo. No me repliques: parte de
inmediato; y si tus hijas rehúsan morir por ti, júrame que regresarás dentro de
tres meses.
No pensaba el buen hombre
sacrificar una de sus hijas a tan horrendo monstruo, pero se dijo: “Al menos me
queda el consuelo de darles un último abrazo.” Juró, pues, que regresaría, y la
Bestia le dijo que podía partir cuando quisiera.
-Pero no quiero que te marches
con las manos vacías -añadió-. Vuelve a la estancia donde pasaste la noche:
allí encontrarás un gran cofre en el que pondrás cuanto te plazca, y yo lo haré
conducir a tu casa.
Dicho esto se retiró la Bestia, y
el hombre se dijo:
“Si es preciso que muera, tendré
al menos el consuelo de que mis hijas no pasen hambre.”
Volvió, pues, a la estancia donde
había dormido, y halló una gran cantidad de monedas de oro con las que llenó el
cofre de que le hablara la Bestia, lo cerró, fue a las caballerizas en busca de
su caballo y abandonó aquel palacio con una gran tristeza, pareja a la alegría
con que entrara en él la noche antes en busca de albergue. Su caballo tomó por
sí mismo una de las veredas que había en el bosque, y en unas pocas horas se
halló de regreso en su pequeña granja.
Se juntaron sus hijas en torno
suyo y, lejos de alegrarse con sus caricias, el pobre mercader se echó a llorar
angustiado mirándolas. Traía en la mano el ramo de rosas que había cortado para
la Bella, y al entregárselo le dijo:
-Bella, toma estas rosas, que
bien caro costaron a tu desventurado padre.
Y enseguida contó a su familia la
funesta aventura que acababa de sucederle. Al oírlo, sus dos hijas mayores
dieron grandes alaridos y llenaron de injurias a la Bella, que no había
derramado una lágrima.
-Miren a lo que conduce el
orgullo de esta pequeña criatura -gritaban-. ¿Por qué no pidió adornos como
nosotras? ¡Ah, no, la señorita tenía que ser distinta! Ella va a causar la
muerte de nuestro padre, y sin embargo ni siquiera llora.
-Mi llanto sería inútil
-respondió la Bella-. ¿Por qué voy a llorar a nuestro padre si no es necesario
que muera? Puesto que el monstruo tiene a bien aceptar a una de sus hijas, yo
me entregaré a su furia y me consideraré muy dichosa, pues habré tenido la
oportunidad de salvar a mi padre y demostrarle a ustedes y a él mi ternura.
-No, hermana -dijeron sus tres
hermanos-, tampoco es necesario que tú mueras; nosotros buscaremos a ese
monstruo y lo mataremos o pereceremos bajo sus golpes.
-No hay que soñar, hijos míos
-dijo el mercader-. El poderío de esa Bestia es tal que no tengo ninguna
esperanza de matarla. Me conmueve el buen corazón de Bella, pero jamás la
expondré a la muerte. Soy viejo, me queda poco tiempo de vida; sólo perderé
unos cuantos años, de los que únicamente por ustedes siento desprenderme, mis
hijos queridos.
-Te aseguro, padre mío -le dijo
la Bella-, que no irás sin mí a ese palacio; tú no puedes impedirme que te
siga. En parte fui responsable de tu desventura. Como soy joven, no le tengo
gran apego a la vida, y prefiero que ese monstruo me devore a morirme de la
pena y el remordimiento que me daría tu pérdida.
Por más que razonaron con ella no
hubo forma de convencerla, y sus hermanas estaban encantadas, porque las
virtudes de la joven les había inspirado siempre unos celos irresistibles. Al
mercader lo abrumaba tanto el dolor de perder a su hija, que olvidó el cofre
repleto de oro; pero al retirarse a su habitación para dormir su sorpresa fue
enorme al encontrarlo junto a la cama. Decidió no decir una palabra a sus hijos
de aquellas nuevas y grandes riquezas, ya que habrían querido retornar a la
ciudad y él estaba resuelto a morir en el campo; pero reveló el secreto a la
Bella, quien a su vez le confió que en su ausencia habían venido de visita
algunos caballeros, y que dos de ellos amaban a sus hermanas. Le rogó que les
permitiera casarse, pues era tan buena que las seguía queriendo y las perdonaba
de todo corazón, a pesar del mal que le habían hecho.
El día en que partieron la Bella
y su padre, las dos perversas muchachas se frotaron los ojos con cebolla para
tener lágrimas con que llorarlos; sus hermanos, en cambio, lloraron de
veras, como también el mercader, y en toda la casa la única que no lloró fue la
Bella, pues no quería aumentar el dolor de los otros.
Echó a andar el caballo hacia el
palacio, y al caer la tarde apareció éste todo iluminado como la primera vez.
El caballo se fue por sí solo a la caballeriza, y el buen hombre y su hija
pasaron al gran salón, donde encontraron una mesa magníficamente servida en la
que había dos cubiertos. El mercader no tenía ánimo para probar bocado, pero la
Bella, esforzándose por parecer tranquila, se sentó a la mesa y le sirvió,
aunque pensaba para sí:
“La Bestia quiere que engorde
antes de comerme, puesto que me recibe de modo tan espléndido.”
En cuanto terminaron de cenar se
escuchó un gran estruendo y el mercader, llorando, dijo a su pobre hija que se
acercaba la Bestia. No pudo la Bella evitar un estremecimiento cuando vio su
horrible figura, aunque procuró disimular su miedo, y al interrogarla el
monstruo sobre si la habían obligado o si venía por su propia voluntad, ella le
respondió que sí, temblando, que era decisión propia.
-Eres muy buena -dijo la Bestia-,
y te lo agradezco mucho. Tú, buen hombre, partirás por la mañana y no sueñes
jamás con regresar aquí. Nunca. Adiós, Bella.
-Adiós, señor -respondió la
muchacha.
Y enseguida se retiró la Bestia.
-¡Ah, hija mía -dijo el mercader,
abrazando a la Bella- yo estoy casi muerto de espanto! Hazme caso y deja que me
quede en tu sitio.
-No, padre mío -le respondió la
Bella con firmeza-, tú partirás por la mañana.
Fueron después a acostarse,
creyendo que no dormirían en toda la noche; mas sus ojos se cerraron apenas
pusieron la cabeza en la almohada. Mientras dormía vio la Bella a una dama que
le dijo:
-Tu buen corazón me hace muy
feliz, Bella. No ha de quedar sin recompensa esta buena acción de arriesgar tu vida
por salvar la de tu padre.
Le contó el sueño al buen hombre
la Bella al despertarse; y aunque le sirvió un tanto de consuelo, no alcanzó a
evitar que se lamentara con grandes sollozos al momento de separarse de su
querida hija.
En cuanto se hubo marchado se
dirigió la Bella a la gran sala y se echó a llorar; pero, como tenía sobrado
coraje, resolvió no apesadumbrarse durante el poco tiempo que le quedase de
vida, pues tenía el convencimiento de que el monstruo la devoraría aquella
misma tarde. Mientras esperaba decidió recorrer el espléndido castillo, ya que
a pesar de todo no podía evitar que su belleza la conmoviese. Su asombro fue
aún mayor cuando halló escrito sobre una puerta:
Aposento de la Bella
La abrió precipitadamente y quedó
deslumbrada por la magnificencia que allí reinaba; pero lo que más llamó su
atención fue una bien provista biblioteca, un clavicordio y numerosos libros de
música, lo que reunía todo lo que a ella le hacía la vida placentera.
-No quiere que esté triste -se
dijo en voz baja, y añadió de inmediato-: para un solo día no me habría reunido
tantas cosas.
Este pensamiento reanimó su
valor, y poco después, revisando la biblioteca, encontró un libro en que
aparecía la siguiente inscripción en letras de oro:
Disponga, ordene, aquí es
usted la reina y señora.
-¡Ay de mí -suspiró ella-, nada
deseo sino ver a mi pobre padre y saber qué está haciendo ahora!
Había dicho estas palabras para
sí misma: ¡cuál no sería su asombro al volver los ojos a un gran espejo y ver
allí su casa, adonde llegaba entonces su padre con el semblante lleno de
tristeza! Las dos hermanas mayores acudieron a recibirlo, y a pesar de los
aspavientos que hacían para aparecer afligidas, se les reflejaba en el rostro
la satisfacción que sentían por la pérdida de su hermana, por haberse
desprendido de la hermana que les hacía sombra con su belleza y bondad.
Desapareció todo en un momento, y la Bella no pudo dejar de decirse que la
Bestia era muy complaciente, y que nada tenía que temer de su parte.
Al mediodía halló la mesa
servida, y mientras comía escuchó un exquisito concierto, aunque no vio a
persona alguna. Esa tarde, cuando iba a sentarse a la mesa, oyó el estruendo
que hacía la Bestia al acercarse, y no pudo evitar un estremecimiento.
-Bella -le dijo el monstruo-, ¿permitirías
que te mirase mientras comes?
-Tú eres el dueño de esta
casa -respondió la Bella, temblando.
-No -dijo la Bestia-, no hay aquí
otra dueña que tú. Si te molestara no tendrías más que pedirme que me fuese, y
me marcharía enseguida. Pero dime: ¿no es cierto que me encuentras muy feo?
-Así es -dijo la Bella-, pues no
sé mentir; pero en cambio creo que eres muy bueno.
-Tienes razón -dijo el monstruo-,
aun cuando yo no pueda juzgar mi fealdad, pues no soy más que una bestia.
-No se es una bestia -respondió
la Bella- cuando uno admite que es incapaz de juzgar sobre algo. Los necios no
lo admitirían.
-Come, pues -le dijo el
monstruo-, y trata de pasarlo bien en tu casa, que todo cuanto hay aquí te
pertenece, y me apenaría mucho que no estuvieses contenta.
-Eres muy bondadoso
-respondió la Bella-. Te aseguro que tu buen corazón me hace
feliz. Cuando pienso en ello no me pareces tan feo.
-¡Oh, señora -dijo la Bestia- ,
tengo un buen corazón, pero no soy más que una bestia!
-Hay muchos hombres más bestiales
que tú -dijo la Bella-, y mejor te quiero con tu
figura, que a otros que tienen figura de hombre y un corazón corrupto, ingrato,
burlón y falso.
La Bella, que ya apenas le tenía
miedo, comió con buen apetito; pero creyó morirse de pavor cuando el monstruo
le dijo:
-Bella, ¿querrías ser mi esposa?
Largo rato permaneció la muchacha
sin responderle, ya que temía despertar su cólera si rehusaba, y por último le
dijo, estremeciéndose:
-No, Bestia.
Quiso suspirar al oírla el pobre
monstruo, pero de su pecho no salió más que un silbido tan espantoso, que hizo
retemblar el palacio entero; sin embargo, la Bella se tranquilizó enseguida,
pues la Bestia le dijo tristemente:
-Adiós, entonces, Bella -y salió
de la sala volviéndose varias veces a mirarla por última vez.
Al quedarse sola, la Bella sintió
una gran compasión por esta pobre Bestia.
“¡Ah, qué pena”, se dijo, “que
siendo tan bueno, sea tan feo!”
Tres apacibles meses pasó la
Bella en el castillo. Todas las tardes la Bestia la visitaba, y la entretenía y
observaba mientras comía, con su conversación llena de buen sentido, pero
jamás de aquello que en el mundo llaman ingenio. Cada día la Bella encontraba
en el monstruo nuevas bondades, y la costumbre de verlo la había habituado
tanto a su fealdad, que lejos de temer el momento de su visita, miraba con
frecuencia el reloj para ver si eran las nueve, ya que la Bestia jamás dejaba
de presentarse a esa hora, Sólo había una cosa que la apenaba, y era que la
Bestia, cotidianamente antes de retirarse, le preguntaba cada noche si quería
ser su esposa, y cuando ella rehusaba parecía traspasado de dolor. Un día le
dijo:
-Mucha pena me das, Bestia. Bien
querría complacerte, pero soy demasiado sincera para permitirte creer que
pudiese hacerlo nunca. Siempre he de ser tu amiga: trata de contentartecon
esto.
-Forzoso me será -dijo la
Bestia-. Sé que en justicia soy horrible, pero mi amor es grande. Entretanto,
me siento feliz de que quieras permanecer aquí. Prométeme que no me abandonarás
nunca.
La Bella enrojeció al escuchar
estas palabras. Había visto en el espejo que su padre estaba enfermo de pesar
por haberla perdido, y deseaba volverlo a ver.
-Yo podría prometerte -dijo
a la Bestia- que no te abandonaré nunca, si no fuese porque
tengo tantas ansias de ver a mi padre, que me moriré de dolor si me niegas ese
gusto.
-Antes prefiero yo morirme -dijo
el monstruo- que causarte el pesar más pequeño. Te enviaré a casa de tu
padre, y mientras estés allí morirá tu Bestia de pena.
-¡Oh, no -respondió la Bella, llorando-, te quiero
demasiado para tolerarlo! Prometo regresar dentro de ocho días. Me has hecho
ver que mis hermanas están casadas y mis hermanos en el ejército. Mi padre se
ha quedado solo. Permíteme que pase una semana en su compañía.
-Mañana estarás con él -dijo la
Bestia-, pero acuérdate de tu promesa. Cuando quieras regresar no tienes más
que poner tu sortija sobre la mesa a la hora del sueño. Adiós, Bella.
La Bestia suspiró, según su
costumbre, al decir estas palabras, y la Bella se acostó con la tristeza de
verlo tan apesadumbrado. Cuando despertó a la mañana siguiente se hallaba en
casa de su padre. Sonó a poco una campanilla que estaba junto a la cama y
apareció la sirvienta, quien dio un gran grito al verla. Acudió rápidamente a
sus voces el buen padre, y creyó morir de alegría porque recobraba a su querida
hija, con la cual estuvo abrazado más de un cuarto de hora.
Luego de estas primeras
efusiones, la Bella recordó que no tenía ropas con que vestirse, pero la
sirvienta le dijo que en la vecina habitación había encontrado un cofre lleno
de magníficos vestidos con adornos de oro y diamantes. Agradecida a las
atenciones de la Bestia, pidió la Bella que le trajesen el más modesto de
aquellos vestidos y que guardasen los otros para regalárselos a sus hermanas;
pero apenas había dado esta orden desapareció el cofre. Su padre comentó que
sin duda la Bestia quería que conservase para sí los regalos, y al instante
reapareció el cofre donde estuviera antes.
Se vistió la Bella, y entretanto
avisaron a las hermanas, que acudieron en compañía de sus esposos. Las dos eran
muy desdichadas en sus matrimonios, pues la primera se había casado con un
gentilhombre tan hermoso como Cupido, pero que no pensaba sino en su propia
figura, a la que dedicaba todos sus desvelos de la mañana a la noche,
menospreciando la belleza de su esposa. La segunda, en cambio, tenía por marido
a un hombre cuyo gran talento no servía más que para mortificar a todo el
mundo, empezando por su esposa.
Cuando vieron a la Bella ataviada
como una princesa, y más hermosa que la luz del día, las dos creyeron morir de dolor.
Aunque la Bella les hizo mil caricias no les pudo aplacar los celos, que se
recrudecieron cuando les contó lo feliz que se sentía. Bajaron las dos al
jardín para llorar allí a sus anchas.
-¿Por qué es tan dichosa esa
pequeña criatura? ¿No somos nosotras más dignas de la felicidad que ella?
-Hermana -dijo la mayor-, se me
ocurre una idea. Tratemos de retenerla aquí más de ocho días: esa estúpida
Bestia pensará entonces que ha roto su palabra, y quizás la devore.
-Tienes razón, hermana mía
-respondió la otra-. Y para conseguirlo la llenaremos de halagos.
Y tomada esta resolución,
volvieron a subir y dieron a su hermana tantas pruebas de cariño, que la Bella
lloraba de felicidad. Al concluirse el plazo comenzaron a arrancarse los
cabellos y a dar tales muestras de aflicción por su partida, que les prometió
quedarse otros ocho días.
Sin embargo, la Bella se
reprochaba el pesar que así causaba a su pobre monstruo, a quien amaba de todo
corazón, y se entristecía de no verlo. La décima noche que estuvo en casa de su
padre, soñó que se hallaba en el jardín del castillo, y que veía cómo la
Bestia, inerte sobre la hierba, a punto de morir, la reconvenía por sus
ingratitudes. Despertó sobresaltada, con los ojos llenos de lágrimas.
“¿No soy yo bien perversa”, se dijo,
“pues le causo tanto pesar cuando de tal modo me quiere? ¿Tiene acaso la culpa
de su fealdad y su falta de inteligencia? Su buen corazón importa más que todo
lo otro. ¿Por qué no he de casarme con él? Seré mucho más feliz que mis
hermanas con sus maridos. Ni la belleza ni la inteligencia hacen que una mujer
viva contenta con su esposo, sino la bondad de carácter, la virtud y el deseo
de agradar; y la Bestia posee todas estas cualidades. Aunque no amor, sí le
tengo estimación y amistad. ¿Por qué he de ser la causa de su desdicha, si
luego me reprocharía mi ingratitud toda la vida?”
Con estas palabras la Bella se
levantó, puso su sortija sobre la mesa y volvió a acostarse. Apenas se tendió
sobre la cama se quedó dormida, y al despertarse a la mañana siguiente vio con
alegría que se hallaba en el castillo de la Bestia. Se vistió con todo
esplendor por darle gusto, y creyó morir de impaciencia en espera de que fuesen
las nueve de la noche; pero el monstruo no apareció al dar el reloj la hora.
Creyó entonces que le habría causado la muerte, y exhalando profundos suspiros,
a punto de desesperarse, recorrió la Bella el castillo entero, buscando
inútilmente por todas partes. Recordó entonces su sueño y corrió por el jardín
hacia el estanque junto al cual lo viera en sueños. Allí encontró a la pobre
Bestia sobre la hierba, perdido el conocimiento, y pensó que había muerto. Sin
el menor asomo de horror se dejó caer a su lado, y al sentir que aún le latía
el corazón, tomó un poco de agua del estanque y le roció la cabeza. Abrió la
Bestia los ojos y dijo a la Bella:
-Olvidaste tu promesa, y el dolor
de haberte perdido me llevó a dejarme morir de hambre. Pero ahora moriré
contento, pues tuve la dicha de verte una vez más.
-No, mi Bestia querida, no vas a
morirte -le dijo la Bella-, sino que vivirás para ser mi esposo. Desde este
momento te prometo mi mano, y juro que no perteneceré a nadie sino a ti. ¡Ah,
yo creía que sólo te tenía amistad, pero el dolor que he sentido me ha hecho
ver que no podría vivir sin verte!
Apenas había pronunciado estas
palabras la Bella vio que todo el palacio se iluminaba con luces
resplandecientes: los fuegos artificiales, la música, todo era anuncio de una
gran fiesta; pero ninguna de estas bellezas logró distraerla, y se volvió hacia
su querido monstruo, cuyo peligro la hacía estremecerse. ¡Cuál no sería su
sorpresa! La Bestia había desaparecido y en su lugar había un príncipe más
hermoso que el Amor, que le daba las gracias por haber puesto fin a su
encantamiento. Aunque este príncipe mereciese toda su atención, no pudo dejar
de preguntarle dónde estaba la Bestia.
-Aquí, a tus pies -le dijo el
príncipe-. Cierta maligna hada me ordenó permanecer bajo esa figura, privándome
a la vez del uso de mi inteligencia, hasta que alguna bella joven consintiera
en casarse conmigo. En todo el mundo tú sola has sido capaz de conmoverte con
la bondad de mi corazón; ni aun ofreciéndote mi corona podría demostrarte
la gratitud que te guardo y nunca podré pagar la deuda que he contraído
contigo.
La Bella, agradablemente
sorprendida, tendió su mano al hermoso príncipe para que se levantase. Se
encaminaron después al castillo, y la joven creyó morir de dicha cuando
encontró en el gran salón a su padre y a toda la familia, a quienes
la hermosa dama que viera en sueños había traído hasta allí.
-Bella -le dijo esta dama, que
era un hada poderosa-, ven a recibir el premio de tu buena elección: has
preferido la virtud a la belleza y a la inteligencia, y por tanto mereces
hallar todas estas cualidades reunidas en una sola persona. Vas a ser una gran
reina: yo espero que tus virtudes no se desvanecerán en el trono. Y en cuanto a ustedes,
señoras -agregó el hada, dirigiéndose a sus hermanas-, conozco sus corazones
y toda la malicia que encierran. Conviértanse en estatuas, pero conserven la
razón adentro de la piedra que va a envolverlas. Estarán a la puerta del
palacio de la Bella, y no les pongo otra pena que la de ser testigos
de su felicidad. No podrán volver a su primer estado hasta que reconozcan
sus faltas; pero me temo mucho que no dejarán jamás de ser estatuas. Pues uno
puede recobrarse del orgullo, la cólera, la gula y la pereza; pero es una
especie de milagro que se corrija un corazón maligno y envidioso.
En este punto dio el hada un
golpe en el suelo con una varita y transportó a cuantos estaban en la sala al
reino del príncipe. Sus súbditos lo recibieron con júbilo, y a poco se
celebraron sus bodas con la Bella, quien vivió junto a él muy largos años en
una felicidad perfecta, pues estaba fundada en la virtud.
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