Cuento: El examen

Richard Matheson




***

En la noche anterior al examen, Less ayudaba a estudiar a su padre en el comedor. Jim y Tommy dormían ya en el piso de arriba, y en la sala de estar, Terry cosía con rostro inexpresivo, mientras la aguja se movía con perfecto ritmo.

Tom Parker se hallaba sentado rígidamente, con el tronco erguido apoyando sobre la mesa sus delgadas manos entrelazadas, en las que se destacaba el relieve azulado de las venas. Sus ojos de color azul pálido se clavaban con intensidad en los labios de su hijo como si de aquella forma pudiese entenderle mejor.

Tenía 80 años y este era su cuarto examen.

–Está bien –dijo Less, mirando hacia el impreso que les había entregado el doctor Trask–. Repite las siguientes sucesiones de números.

–Sucesión de números... –murmuró Tom, intentando asimilar lo que escuchaba.

Pero las palabras ya no se asimilaban fácil... ni rápidamente. Parecían posarse sobre los tejidos de su cerebro cómo perezosos, lentos insectos carnívoros... Repitió de memoria una vez más las palabras... “Sucesión de... sucesión de números”... sí, eso era. A continuación miró a su hijo y esperó.


–¿Bien..,? –interrogó impaciente tras una larga pausa de silencio.
–Papá... ya te he dado la primera –explicó Less.
–Bueno... –murmuró el padre tratando de hallar las palabras adecuadas–. Por favor, dame la... ten la bondad de... de...
Less exhaló un suspiro de profundo aburrimiento y repitió:
–Ocho, cinco, once, seis.
Los viejos labios temblaron. La oxidada maquinaria de la mente de Tom comenzó a funcionar lentamente.
–Ocho... cin... cinco...
Los ojos claros del anciano parpadearon lentamente.
–Once... se... seis... –terminó Tom, casi sin respiración.
Después irguió el cuerpo con orgullo.
“Sí –pensó–, muy bueno... muy bueno”. No conseguirían confundirle al día siguiente; lograría derrotar a sus criminales leyes. Apretó los labios y crispó ambas manos sobre el blanco mantel.
–¿Cómo...? –preguntó entonces, mirando fija e irritadamente a Less que acababa de decirle algo–. ¡Habla más alto...! ¡Más alto!

–Acabo de darte otra sucesión –replicó Less con calma–. Bien... la leeré otra vez.
Tom se inclinó hacia adelante, forzando el oído.

–Nueve, dos, dieciséis, siete, tres –repitió Less.

Tom aclaró la garganta con un esfuerzo.

–Habla más despacio –rogó a su hijo.

No había captado bien los números. ¿Cómo era posible que aquella gente esperase que alguien retuviera tan ridicula sarta de números?

–¿Cómo... cómo? –preguntó Tom nuevamente y un tanto encolerizado, cuando Less leyó los números otra vez.
–Papá, el examinador leerá las preguntas con mucha más rapidez que yo. Tienes que...
–Estoy enterado de eso... –le interrumpió Torn con rigidez–, perfectamente enterado. Y permíteme recordarte... esto no es un examen. Es un estudio... estamos estudiando. Es una estupidez tener que estudiar todo esto... todo el examen...
Tom parecía encolerizado, y miraba a su hijo con gesto de enfado a la vez que se indignaba consigo mismo porque las palabras parecían huir de su mente.
Less se encogió de hombros y leyó de nuevo el impreso.
–Nueve, dos, dieciséis, siete, tres –recitó lentamente.
–Nueve, dos, seis, siete...
–Dieciséis, siete... papá.
–Eso dije.
–Has dicho seis, siete, papá.
–¿Acaso crees que no sé lo que dije?
Less cerró los ojos durante un momento.
–Está bien, papá –murmuró.
–Bueno..., ¿vas a leerlo otra vez o no? –preguntó Tom con voz chillona.

Less volvió a leer los números; mientras escuchaba a su padre tartamudear la sucesión, dirigió su mirada a la sala de estar, hacia Terry.

Seguía allí sentada, impasible, cosiendo. Había apagado la radio y Less comprendió que ella estaba también escuchando los errores del anciano al repetir las sucesiones de números.

“Está bien –se dijo Less como si estuviera hablando con ella–. Está bien, sé que está muy viejo y totalmente inútil. ¿Quieres que se lo diga cara a cara y le clave así un cuchillo por la espalda? Tú y yo sabemos que no pasará el examen. Pqr lo tanto permíteme esta pequeña comedia. Mañana se habrá cumplido la sentencia. No hagas que la pronuncie yo esta noche y maté el viejo de un disgusto.”

–Creo que esto está bastante correcto...
Less oyó la calmosa voz de su padre y miró su rostro flaco surcado por mil arrugas.

–Sí, creo que está bien –murmuró con precipitación.

Less lamentó su lamentable traición cuando los labios de su padre esbozaron una ligera sonrisa. “Le estoy engañando”, pensó.
–Pasemos a otra cosa –oyó decir a su padre.
Less examinó rápidamente la hoja que tenía delante. “¿Qué sería fácil para el viejo?”, pensó, despreciándose a sí mismo ante tal idea.
–Vamos, Leslie –dijo el padre con tono débil–. No podemos perder tiempo.
Tom vio cómo su hijo examinaba otras hojas que tenía ante sí, y crispó los puños. Su vida se hallaría en peligro al día siguiente, y su hijo examinaba tan tranquilo aquellos impresos de examen como si al día siguiente no fuese a suceder nada importante.
–Vamos... vamos... –murmuró con impaciencia.

Less tomó un lápiz al que había atado un fino cordel y trazó sobre una hoja de papel un círculo de media pulgada de diámetro.

–Tienes que sostener la punta del lápiz sobre el círculo durante tres minutos –explicó.

De pronto temió haber elegido una prueba difícil. Había visto más de una vez cómo temblaban las manos de su padre al tratar de abrocharse los botones de su ropa, o al intentar correr alguna cremallera.

Tragando saliva nerviosamente, Less tomó de encima de la mesa un cronómetro, hizo una señal a su padre y lo puso en marcha.

Tom hizo un esfuerzo para respirar profundamente cuando se inclinó sobre el papel y sostuvo el lápiz sobre el círculo. Less se fijó cómo su padre se apoyaba sobre un codo... algo que no se le permitiría hacer durante el examen... pero no dijo nada.

Permaneció inmóvil en su asiento mirando a Tom. El anciano palidecía poco a poco. Less observaba claramente cómo se destacaban en sus pálidas mejillas las finísimas líneas trazadas por los vasos sanguíneos. Luego estudió aquella piel seca, arrugada, un tanto obscura, cuyas manchas evidenciaban un mal funcionamiento del hígado. “Ochenta años de edad –pensó–. ¿Cómo se sentirá un hombre a los ochenta años?”

Una vez más Less miró a Terry. Durante un instante la mirada de la mujer se cruzó con la suya. Pero ninguno de los dos sonrió ni hicieron ningún gesto. Luego, Terry bajó sus ojos, clavándolos de nuevo en su labor.

–Creo que ya han pasado los tres minutos –dijo Tom con voz tensa.
Less consultó el cronómetro.
–Minuto y medio, papá –respondió, mientras se preguntaba si no debía haber mentido nuevamente.

–Bien... entonces procura no apartar tus ojos del reloj –murmuró Tom con temblorosa voz, a la vez que el extremo del lápiz oscilaba totalmente fuera del círculo–. Se supone que esto es un examen... no una... una... diversión.

Less miró la punta del lápiz que temblaba ostensiblemente, y tuvo la impresión de que todo aquello era inútil, y que nada podría hacerse para salvar la vida de su padre.

“Al menos –pensó–, los exámenes no los hacemos nosotros... los hijos e hijas que hemos votado en favor de la ley.” Por lo menos no tendría que estampar aquel negro sello con la calificación “INCORRECTO” en el examen de su padre ni pronunciar la sentencia.

El lápiz osciló de nuevo sobre el borde del círculo y se apartó de él al mover Tom ligeramente el brazo sobre la mesa, movimiento que le descalificaría automáticamente en aquella prueba.

–¡Ese reloj funciona mal... demasiado despacio...! –exclamó Tom, súbitamente enfurecido.
Less contuvo la respiración y consultó una vez más el reloj. Dos minutos y medio.
–Tres minutos –dijo, deteniendo el cronómetro.
Tom dejó caer el lápiz sobre la mesa con un ademán de irritación.
–¡Vaya! –exclamó–. ¡Ahí lo tienes...! Otra prueba estúpida que no demuestra nada, absolutamente nada de nada.
–¿Quieres probar alguna otra cosa, papá?
–¿Están ahí las otras pruebas del examen? –preguntó Tom con tono de sospecha, examinando por sí mismo los impresos.
–Sí –mintió Less sabiendo que su padre tenía la vista demasiado débil para ver algo, aunque siempre se negó a admitir el uso de gafas–. ¡Oh... espera un momento! –añadió Less con viveza–. Hay otra prueba antes de eso... te pedirán que digas la hora.
–Otra prueba estúpida –murmuró Tom–. ¿Qué es lo que...?
Se inclinó sobre la mesa y tomó el reloj para examinarlo, añadiendo:
–Las diez y cuarto.
Sin pensarlo dos veces Less repuso:
–¡Si son las once y cuarto, papá!


Durante un momento el anciano permaneció inmóvil como si hubiera recibido una bofetada. Luego volvió a tomar el reloj y lo examinó, avanzando ambos labios, y Less tuvo la impresión de que Tom iba a insistir en que eran las diez y cuarto.

–Bien, eso es lo que quería decir –dijo Tom repentinamente–. Me has entendido mal. Desde luego que son las once y cuarto. Cualquier estúpido podría verlo. Las once y cuarto. Este reloj no es nada bueno. Los números están demasiado cerca unos de otros. Debes prescindir de él... verás...
Tom introdujo una mano en el bolsillo de su chaleco y extrajo de él su propio reloj de oro.
–He aquí un verdadero reloj –dijo con orgullo–. ¡Marca la hora exacta desde hace... sesenta años! Este sí que es un reloj... y no ése...
Y tras pronunciar estas últimas palabras arrojó sobre la mesa el reloj de Less. El cristal se quebró en mil pedazos.
–Mira eso –dijo Tom rápidamente, tratando de ocultar su embarazo–. Ya ves... es un reloj que no soporta el más pequeño golpe.

Evitó la mirada que le dirigía Less, observando su propio reloj. Apretó con fuerza los labios al abrir la tapa posterior, y ver el retrato de Mary; una Mary que tendría unos treinta años, muy rubia y encantadora.

A Dios gracias ella no tenía que pasar por examen de ninguna clase, pensó... al menos se había evitado tal cosa. A Tom jamás se le había ocurrido pensar que la muerte accidental de Mary, sobrevenida a los cincuenta y siete años de edad, hubiese sido un hecho afortunado, pero aquello había ocurrido antes de instaurarse los exámenes.

Cerró el reloj y lo dejó sobre la mesa, al mismo tiempo que decía:
–Déjame ese reloj esta noche... me preocuparé de que mañana le pongan un buen cristal.
–Está bien, papá... sí, tienes razón, es un reloj viejo.
–Así es... así es –murmuró Tom–. Déjamelo y haré que le pongan un buen cristal, un cristal que no se rompa fácilmente. Sí, déjamelo...

Tom respondió luego a preguntas de orden monetario, y después a otras como, por ejemplo: “¿Cuántas monedas de veinticinco centavos hay en un billete de cinco dólares?” y “Si resto treinta y seis centavos de un dólar, ¿qué cambio me queda?”

Casi todas ellas eran formuladas por escrito, y Less permaneció todo el tiempo sentado frente a su padre, controlando el tiempo que tardaba en contestarlas. La casa estaba sumida en el silencio. Todo parecía normal y corriente... los dos hombres allí sentados, y Terry cosiendo en la sala de estar.

Y esto era precisamente lo terrible.

La vida seguía como siempre. Nadie hablaba de morir. El Gobierno enviaba cartas, se efectuaban los exámenes, y aquellos que fracasaban recibían la orden de presentarse en el centro gubernamental para que les administraran las inyecciones. La ley funcionaba como una máquina perfecta, el índice de mortalidad era normal, y se ponía freno al problema del aumento de población... todo llevado a cabo oficialmente, de forma Impersonal, fría, sin un lamento ni una lágrima.

Pero eran personas queridas las que morían.
–No vale la pena de que pierdas el tiempo observando ese cronómetro –dijo Tom–. Puedo resolver estas preguntas sin tu ayuda... y sin que mires tan fijamente ese maldito reloj.
–Papá, los examinadores harán lo que yo hago ahora.
–Los examinadores son eso... examinadores –replicó Tom con enfado–. Pero tú no lo eres.
–Papá, estoy intentado ayudarte...
–Bien, entonces ayúdame... ayúdame de verdad. No te quedes ahí sentado contemplando ese reloj.
–Eres tú quien ha de examinarse y no yo –contestó Less, sintiendo que la ira enrojecía sus mejillas–. Y si tú...
–Sí... mi examen... ¡mi examen, sí! –replicó Tom súbitamente enfurecido–. Todos os habéis preocupado, ¿verdad? ¡Todos os habéis preocupado...!

Las palabras le fallaron otra vez, y en su cerebro se acumularon una serie de furiosos pensamientos.

–No tienes por qué gritar, papá.
–¡No estoy gritando!
–¡Papá... los niños están durmiendo! –exclamó Terry desde la sala de estar.
–¡No me importa que...! –gritó Tom.

Se detuvo y se recostó en la silla. Soltó el lápiz que sostenía sus dedos, que rodó sobre el mantel de la mesa.

–¿Quieres continuar, papá? –interrogó Less conteniendo su nerviosa cólera.
–No pido mucho –murmuró Tom para sí–. No pido mucho a la vida.
–Papá... ¿continuamos?
Tom se irguió y replicó lentamente, con tono de herido orgullo:
–Si para ti no es perder el tiempo... si no consideras que pierdes tu tiempo...

Less examinó una vez más los impresos, que en aquel momento sostenía con dedos crispados. ¿Preguntas de tipo psicológico? No, no podía hacérselas. ¿Cómo iba a preguntar a su anciano padre lo que opinaba sobre el sexo, a aquel padre de ochenta años para quien la observación más inocente era “obscena”?

–Bien... –murmuró Tom en actitud de espera.
–Parece que no queda nada más –dijo Less–. Hace casi cuatro horas que estamos trabajando.
–¿Y esas hojas que tienes en la mano?
–Casi todas ellas se refieren... a la cuestión física, papá.
Vio cómo los labios de su padre se crispaban y durante un momento temió que Tom fuera a insistir, pero todo cuanto el anciano dijo fue:
–Un buen amigo... un maravilloso amigo.

Less se detuvo. No valía la pena de hablar más sobre aquello. Tom sabía perfectamente que el doctor Trask no podría firmar un certificado de buenas condiciones físicas, como hizo ya en los tres exámenes anteriores.

Less también sabía lo atemorizado y ofendido que se sentiría Tom, cuando tuviera que desvestirse y permanecer enteramente desnudo ante los médicos, que lo examinarían y le harían preguntas ofensivas. Tampoco ignoraba Less el miedo que Tom sentía al ser observado por un orificio mientras se vestía, para anotar en un gráfico el tiempo que empleaba en vestirse y cómo lo hacía. Sin contar el hecho de que, al comer en la cafetería del Gobierno, durante el descanso concedido en el largo día del examen, unos ojos le contemplarían de nuevo, atentos, si dejaba caer el tenedor o la cuchara, tropezaba con el vaso de agua o se ensuciaba la camisa con alguna gota de grasa.

–Te pedirán que firmes y escribas después tu dirección –explicó Less, con el deseo de que su padre olvidase el examen físico, pues sabía lo orgulloso que se sentía Tom de su caligrafía.
Simulando obrar de mala gana, el anciano recogió el lápiz y se puso a escribir. “Les engañaré”, pensó, mientras el lápiz se movía sobre el papel con fuerza y seguridad.
“Mister Thomas Parker –escribió–. 2.719, Brighton Street, Blairtown, New York.”
–Y la fecha... –añadió Less.
El anciano escribió: “17 de enero de 2003”. Después sintió que algo muy frío se movía en su interior.
Al día siguiente era el examen.

Yacían en el lecho uno al lado del otro, pero sin dormir. Apenas habían hablado al desnudarse, y cuando Less se inclinó para darle un beso y las buenas noches, ella murmuró algo inaudible para él.

En aquel momento se volvió de costado, exhalando un profundo suspiro y, en la semiobscuridad de la habitación, la miró. Ella abrió los ojos para mirarle a su vez.

–¿Dormido? –preguntó ella suavemente.
–No.
Less no dijo nada más. Esperó a que hablase ella. Pero al cabo de unos momentos Less dijo:
–Creo que esto es... el final.
Sus últimas palabras fueron muy débiles porque no le gustaban. Sonaban ridiculamente melodramáticas.
Terry nada dijo. Luego, como si pensara en voz alta, murmuró:
–¿Crees que existe alguna posibilidad de...?
Less tensó todos los músculos de su cuerpo, porque sabía lo que ella le estaba preguntando.
–No –respondió–. Jamás superará la prueba.
Oyó cómo Terry tragaba saliva. “No me lo digas –pensó desesperadamente–. No me digas que durante quince años he estado diciendo lo mismo. Lo dije porque sabía que era cierto.”

Súbitamente deseó haber firmado años antes la Demanda de Eliminación. Los dos necesitaban desesperadamente verse libres de Tom, por el bien de sus hijos y de sí mismos. Pero ¿cómo se explicaba aquella necesidad con palabras, sin sentir la impresión de cometer un crimen? No se podía decir: “Espero que el viejo fracase. Espero que le maten pronto”. Y, sin embargo, todo cuanto se pudiera decir con otras palabras no era más que un eufemismo, un hipócrita sucedáneo de aquellas palabras... porque aquellas palabras eran las que expresaban exactamente lo que se sentía.

Terminología médica, pensó... gráficos de cosechas insuficientes, bajos niveles de vida, hambre, y nivel de salud deficiente... Habían empleado todas aquellas palabras para apoyar la promulgación de la ley. Mentiras..., mentiras sin ninguna base. Se había promulgado la ley porque querían quedarse solos, porque deseaban vivir sus propias vidas.

–Less... ¿y si pasa el examen? –insistió Terry; Less notó que sus manos se crispaban inconscientemente sobre el colchón–. ¿Less...?
–No lo sé, cariño –respondió al fin.
Su voz sonaba firme en la obscuridad, la voz de Terry parecía hallarse al borde de la crisis.
–Tienes que saberlo –dijo.
Less movió inquieto la cabeza sobre la almohada.
–Cariño, déjalo ya, por favor –rogó.
–Less, si pasa el examen... serán cinco años más. Cinco años más, Less, ¿te das cuenta?
–El viejo no puede pasar este examen, cariño.
–Pero... ¿y si le aprueban?
–Terry, se equivocó en las tres cuartas partes de las preguntas. Yo mismo se las hice. Casi no oye, su vista es deficiente, su corazón está muy débil, y padece artritis...
Less se detuvo y con un puño golpeó con desesperación la cama al añadir:
–Ni siquiera pasará el examen físico...

Less se estaba odiando a sí mismo por asegurar a Terry que Tom ya estaba condenado.

Si al menos pudiese olvidar el pasado y considerar a su padre como lo que era en aquel momento... un anciano inútil y agotado que estaba arruinando sus vidas. Pero era muy difícil olvidar cuánto había amado y respetado a su padre, olvidar los buenos ratos pasados con él en el campo, las excursiones de pesca, las largas conversaciones nocturnas, muchas cosas que él y su padre habían compartido.

Aquél era y había sido el motivo por el cual nunca había tenido ánimos para afirmar la petición. Bastaba con llenar un impreso, algo mucho más sencillo que aguardar los exámenes quinquenales. Pero eso hubiera significado firmar la sentencia dé muerte de su padre. Pudo solicitar al Gobierno que dispusiera del viejo como si se tratara de un desperdicio.

Pero ahora su padre tenía ochenta años, y, pese a haber recibido una educación basada en sólidos principios morales y cristianos, tanto él como Terry temían que el viejo Tom lograse aprobar el examen y seguir viviendo con ellos otros cinco años más... otros cinco años gruñendo por toda la casa, contraviniendo las instrucciones dadas a los niños, rompiendo cosas, deseando ayudar sin ser más que un estorbo, y haciendo de la vida una continua guerra de nervios.

–Será mejor que duermas –murmuró Terry más tarde.

Less lo intentó, pero no pudo conseguirlo. Permaneció inmóvil en la obscuridad, mirando hacia el obscuro techo de la habitación, e intentando hallar una respuesta sin resultado.

El despertador sonó a las seis. Less no tenía que levantarse hasta las ocho, pero deseaba ver a su padre. Abandonó el lecho y se vistió silenciosamente para no despertar a Terry.
Pero Terry despertó y le miró desde la almohada. Tras una pausa se apoyó sobre un codo, mirándole aún con gesto soñoliento.
–Me levantaré y te prepararé el desayuno –dijo.
–No te preocupes –replicó Less–. Puedes quedarte en cama.
–¿No quieres que me levante?
–No te molestes, cariño... quiero que descanses.

Terry se tendió y se volvió hacia el otro lado para que Less no viese su cara. No sabía el motivo, pero había empezado a llorar en silencio; ignoraba si era porque no quería que Less viese a su padre, o porque en aquel momento se acordó del examen. Pero no podía dejar de llorar. Todo cuanto pudo hacer fue permanecer en extrema tensión hasta que se cerró la puerta del dormitorio.

Entonces temblaron sus hombros, y un fuerte sollozo quebró la barrera que ella misma había alzado.
La puerta de la habitación de su padre estaba abierta al acercarse Less. Miró hacia el interior y vio a Tom sentado en el borde de la cama, inclinado hacia delante, atándose los cordones de los zapatos. Vio cómo los sarmentosos dedos trataban de hacer el lazo.

–¿Todo va bien, papá? –preguntó Less.
El hombre le miró muy sorprendido.
–¿Qué haces aquí a estas horas? –preguntó.
–Pensé en desayunar contigo –dijo Less.
Durante un momento ambos se miraron en silencio. Luego, su padre volvió a inclinarse sobre los zapatos.
–Eso no es necesario –murmuró el anciano.
–Bien, de todas formas habrá que desayunar algo –dijo Less volviéndose para que su padre no pudiera discutir.
–¡Oh...!
Less se volvió.
–Confío en que no olvides ese reloj –dijo Tom–. Lo llevaré hoy a la joyería para que le pongan un cristal decente... un cristal que no se rompa con facilidad.
–Papá, ese reloj es muy viejo –replicó Less–. No vale ni cinco centavos.
Tom asintió lentamente con un movimiento de cabeza, alzando una mano y haciendo con ella un gesto como si tratara de evitar toda posible discusión.
–De todas formas –insistió–, trataré de...
–Está bien, papá, está bien. Lo dejaré sobre la mesa de la cocina.

Tom se incorporó y miró a Less durante un momento sin que en sus ojos se reflejara expresión alguna. Luego, como si obedeciese a un segundo pensamiento, volvió a inclinarse sobre sus zapatos.

Less contempló los grises cabellos del anciano y advirtió que sus dedos temblaban más que nunca. Después se volvió.

El reloj seguía sobre la mesa del comedor. Less lo recogió para dejarlo sobre la mesa de la cocina. Pensó que quizá el viejo estuvo pensando en el reloj durante toda la noche. De lo contrario no le hubiese hablado de él tan pronto.

Puso agua en la cafetera y oprimió los botones que correspondían a dos raciones de huevos con tocino. Luego se sirvió dos vasos de jugo de naranja y tomó asiento ante la mesa.
Un cuarto de hora después entró su padre en la cocina, con su traje azul obscuro, los zapatos cuidadosamente pulidos, las uñas arregladas y los cabellos bien peinados. Parecía mucho más viejo cuando se acercó hasta la cafetera de cristal y la miró.

–Siéntate, papá –dijo Less–, te serviré yo.
–No soy un inútil –replicó Tom–. Quédate donde estás.
Less sonrió y dijo:
–He preparado huevos con tocino.
–No tengo apetito –replicó Tom.
–Necesitas desayunar bien, papá.
–Jamás he desayunado fuerte –contestó Tom secamente sin apartar los ojos de la cafetera–. No creas... no es bueno para el estómago.

Less cerró los ojos durante un momento y en sus facciones se reflejó una terrible desesperación. “¿Para qué me habré molestado en madrugar? –se preguntó–. Lo único que hacemos siempre es discutir.”

“No.” Less tensó todos los músculos de su cuerpo. Tenía que mostrarse alegre aun a costa de un enorme esfuerzo.

–¿Dormiste bien, papá? –preguntó.
–Desde luego que dormí bien –respondió su padre–. Siempre duermo bien. Muy bien. ¿Acaso crees que no dormiría por culpa de un...?
El anciano se detuvo y se volvió mirando a Less con ademán acusador.
–¿Dónde está ese reloj? –preguntó.
Less lanzó un hondo suspiro y alzó el reloj que había dejado antes sobre la mesa. Su padre avanzó trabajosamente sobre el linóleo, tomó el reloj con una mano y lo contempló durante un instante, avanzando ambos labios con gesto despreciativo.
–Un trabajo vulgar... –contestó en voz baja–. Muy vulgar...
Guardó el reloj en uno de los bolsillos de su chaqueta, añadiendo tras una ligera pausa:
–Te conseguiré un cristal decente... uno que no se rompa.
Less asintió con un movimiento de cabeza y respondió :
–Eso será magnífico, papá.
El café ya estaba hecho y Tom sirvió dos tazas. Less abandonó su asiento y apagó la parrilla automática. Tampoco él en aquellos momentos tenía el más mínimo apetito, pensó.
Luego se sentó frente al ceñudo padre y bebió café, agradeciendo el reconfortante calor que se deslizaba por su garganta. El café tenía un sabor horrible, pero Less sabía que aquella mañana los mejores manjares del Mundo tendrían el mismo sabor amargo para él.

-–¿A qué hora tienes que estar allí, papá? –preguntó, para romper el silencio.
–A las nueve en punto –respondió Tom.
–¿No quieres que te lleve en el coche?
–No, no... nada de eso –dijo Tom como si estuviese hablando con una criatura–. Iré en metro. Me lleva hasta allí con suficiente tiempo.
–Está bien, papá –asintió Less, contemplando el café que restaba aún en su taza.

Debía decir algo, pensó, pero nada se le ocurría. Entre ambos reinó el silencio durante unos largos minutos, mientras Tom bebía su café a sorbos lentos y metódicos.

Less humedeció los labios con la punta de la lengua, ocultando su pánico tras la taza. Charlamos de coches y de metros, pensó... cuando el viejo podía ser sentenciado a muerte aquel mismo día.

Lamentó haberse levantado. Hubiese sido mejor despertarse por la mañana y descubrir que su padre se había ido ya. Deseaba que todo sucediera de aquel modo... “permanentemente”. Siempre había deseado despertar una mañana y hallar vacío el dormitorio de su padre... no ver sus trajes, sus zapatos obscuros, sus ropas de trabajo, sus pañuelos, sus ligas, sus tirantes, sus calcetines, el equipo de afeitar... todas aquellas mudas pruebas de una vida que había desaparecido.

Pero no ocurriría así. Una vez fracasara Tom en el examen, pasarían unas semanas antes de que se recibiera la citación, y luego otra semana o dos antes de la notificación que fijaba la fecha. Un lento y espantoso proceso de cesión de efectos personales, de comidas y cenas en común, de charlas nerviosas un día y otro día, hasta el viaje en coche hasta el centro gubernamental, y luego el silencioso ascensor hasta...




¡Santo Dios!
Less se dio cuenta de que estaba temblando sin remedio, y por un momento temió echarse a llorar.
Luego alzó la cabeza, con gesto de asombro, cuando su padre se puso en pie.

–Tengo que irme –anunció Tom.
Los ojos de Less se fijaron en el reloj de pared.
–No son más que las siete menos cuarto –dijo en tensión–. No necesitas tanto tiempo para ir a...
–Me gusta llegar antes de la hora –replicó Tom con firmeza.
–Pero, por Dios, papá, sólo se tarda una hora en llegar a la ciudad... –insistió Less con una doloroso nudo en el estómago.
Su padre movió la cabeza negativamente, hasta que Less comprendió que no le había oído.
–Es temprano, papá –dijo Less, alzando más la voz temblorosa.
–Aun así –cortó su padre.
–No has comido nada, papá.
–Jamás he desayunado fuerte... no es bueno para el...

Less no escuchó el resto... porque las palabras de su padre eran las mismas de siempre, una repetición de las frases que expresaban todos los hábitos de una larga vida, que los desayunos fuertes no eran buenos para el estómago, etc., etc.. ¿Cuántas veces le habría oído decir lo mismo? Less sintió de pronto que le invadía el terror, la tentación de abrazar al viejo y decirle que no se preocupara por el examen porque no importaba... que ellos le querían y que siempre cuidarían de él.

Pero no pudo hacerlo. Permaneció sentado mirando al viejo, abrumado por una sensación de temor que le inmovilizaba. Ni siquiera pudo hablar cuando su padre se volvió en el umbral de la cocina, diciendo con las últimas fuerzas que le quedaban:

–Te veré esta noche, Less.
La puerta se cerró, levantando una ligerísima bocanada de aire que, tras tocar las mejillas de Less, avanzó glacialmente hasta su corazón.

Se puso en pie de un salto con un gruñido de sorpresa y atravesó el pavimento de linóleo de la cocina. Al llegar al umbral, vio que su padre había llegado casi hasta la puerta de la calle.
–¡Papá...!

Tom se detuvo y miró .hacia atrás, sorprendido, al mismo tiempo que Less atravesaba el comedor contando mentalmente sus pasos... uno, dos, tres, cuatro, cinco...
Se detuvo ante su padre y, con un enorme esfuerzo, esbozó una sonrisa.
–Buena suerte, papá –dijo–. Te... te veré esta noche.

Había estado a punto de decir. “Estaré ansioso por ti...”, pero no lo hizo.

Tom asintió con un ligero movimiento de cabeza, sólo una vez, un movimiento cortés como el de un caballero que es presentado a otro.
–Gracias –respondió, volviéndose nuevamente.
Cuando la puerta se cerró, fue como si, de repente, se hubiera convertido en un obstáculo impenetrable que su padre jamás podría franquear.

Less se acercó hasta la ventana y vio cómo el anciano recorría lentamente el sendero, para luego girar a la izquierda en dirección a la acera. Observó cómo penetraba en la calle, alzando el busto, echando hacia atrás los hombros, con paso ligero bajo la luz gris de la mañana.

Al principio Less creyó que estaba lloviendo. Pero luego se dio cuenta de que la brillante humedad que nublaba sus ojos no procedía de la ventana.

No pudo ir a trabajar. Telefoneó diciendo que estaba enfermo y no se movió de casa. Terry llevó los niños a la escuela. Luego desayunaron juntos y Less ayudó a Terry a retirar los platos de la mesa y a colocarlos en el fregadero. Terry no hizo el menor comentario al ver que Less permanecía en casa. Fingió que era normal que Less se quedara en casa un día de trabajo.

Less pasó la mañana y las primeras horas de la tarde en el taller del garaje, entretenido en siete trabajos distintos, que no tardaba en abandonar.
Alrededor de las cinco Less entró en la cocina para tomar una jarra de cerveza mientras Terry preparaba la cena. No dijo nada a su esposa. Luego comenzó a pasear por la sala, acercándose de vez en cuando hasta la ventana.
–Me pregunto dónde se habrá metido –comentó Less al volver a la cocina.
–Regresará pronto –respondió Terry.
Less frunció el ceño creyendo captar una nota de disgusto en la voz de su mujer. Dio un profundo suspiro y relajó los músculos de su cuerpo, seguro de que la imaginación le estaba jugando una mala pasada.

Cuando se vistió, después de ducharse, eran las cinco y cuarenta minutos. Los niños estaban en casa. Todos tomaron asiento ante la mesa. Less advirtió que Terry había puesto un plato en el lugar que siempre ocupaba Tom, y se preguntó si su esposa no hacía aquello para consolarle.

No pudo comer nada. Se entretuvo cortando la carne en trozos cada vez más pequeños y en mezclar mantequilla con las patatas cocidas, pero no probó un solo bocado.
–¿Qué dices? –preguntó cuando Jim le habló.
–Papá, si el abuelo no pasa el examen, aún le queda un mes, ¿verdad?
Less miró a su hijo mayor mientras los músculos de su estómago se tensaban. “Aún le queda un mes, ¿verdad...?”, las últimas palabras de Jim se repetían en su cerebro con mil ecos diferentes.
–¿De qué estás hablando? –preguntó.
–Mi libro de Derecho Cívico dice que los viejos aún disponen de un mes de vida después de suspender el examen, ¿no es así?
–No, ni hablar –terció Tommy–. La abuela de Harry Senker recibió su carta al cabo de dos semanas.
–¿Cómo lo sabes? –preguntó Jim a su hermano de nueve años–. ¿Viste tú esa carta?
–Ya está bien... –exclamó Less.
–¡No tuve que verla! –gritó Tommy–. Terry me dijo que...
–¡Basta!
Los dos chicos contemplaron el pálido rostro de su padre.
–No tenemos por qué hablar de eso –murmuró Less tras una pausa.
–Pero...
–¡Jimmy! –advirtió Terry con severidad.
El niño miró a su madre y devolvió su intención a la cena. Reinó el silencio.

“La muerte de su abuelo significa muy poco para ellos... –pensó Less amargamente–, no significa nada en absoluto.” Tragó saliva e hizo un esfuerzo para relajar la tensión de su cuerpo. “Bien, ¿y por qué había de significar algo para ellos? –se dijo a sí mismo–: aún no les ha llegado el momento de las preocupaciones. ¿Por qué obligarles a que las tengan ahora? Ya llegarán más pronto de lo que suponen.”

A las seis y diez minutos se abrió la puerta principal, para luego cerrarse. Less se puso en pie con tal precipitación que volcó un vaso vacío.
–Less... ¡por favor! –exclamó Terry.
Comprendió al instante que la mujer tenía razón. A su padre no le habría gustado nada verle salir corriendo de la cocina para hacerle preguntas.

Se dejó caer de nuevo en la silla, con la mirada fija en la cena que apenas había tocado, mientras su corazón latía apresuradamente. Al tomar de nuevo el tenedor, con dedos crispados, oyó cómo el anciano cruzaba el comedor y subía las escaleras. Miró a Terry, que tragó saliva.

Less no pudo comer ni un solo bocado. Permaneció sentado respirando pesadamente. Oyó cómo en el piso de arriba se cerraba la puerta de la habitación de su padre.
Cuando Terry puso un pastel sobre la mesa, Less salió con una excusa.

Se hallaba ya al pie de las escaleras cuando se abrió la puerta de la cocina.

–Less... –oyó decir a su esposa con tono imperativo.
Guardó silencio hasta que Terry se aproximó a él.
–¿No es mejor que le dejemos solo? –preguntó la mujer.
–Pero, cariño, yo...
–Less, si hubiese aprobado el examen habría entrado en la cocina para decírnoslo.
–Cariño, papá no puede saber si...
–Lo sabría muy bien de haber aprobado. Así fue las dos últimas veces, ¿no te acuerdas? Si hubiese aprobado...
La voz de Terry se quebró y la mujer tembló ligeramente al ver la forma en que su marido la miraba. En el opresivo silencio resonó la lluvia contra los cristales de las ventanas.
Los dos se miraron durante un largo instante. Luego Less dijo:
–Voy arriba...
–Less... –murmuró Terry.
–No diré nada que pueda molestarle... procuraré...

Una vez más se miraron en silencio. Luego Less se volvió y comenzó a subir los escalones. Terry le dejó ir. En las facciones de la mujer se reflejaba una expresión vacía, de absoluta desesperanza.

Less se quedó inmóvil durante un minuto ante la puerta cerrada, armándose de valor. “No le molestaré –se dijo a sí mismo–. No, no le molestaré.”

Llamó suavemente, preguntándose en aquella fracción de segundo si estaría cometiendo o no una equivocación. Quizá hubiese sido mejor dejar solo al anciano, pensó con amargura.

Escuchó un movimiento en la cama, seguido del sonido ahogado de los pies de su padre que tocaban el suelo.
Less contuvo la respiración.
–Soy yo, papá –dijo.
–¿Qué es lo que quieres?
–¿Puedo verte?
Hubo un silencio prolongado.
–Bueno... –murmuró el anciano.
Oyó cómo su padre se levantaba, sus pasos que se acercaban. Después notó un rumor de papeles y el golpe seco de un cajón al cerrarse.
La puerta se abrió al fin.
Tom vestía su vieja bata roja. Se había descalzado y puesto las zapatillas de casa.
–¿Puedo entrar, papá? –preguntó Less.
Tras un instante de duda, respondió:
–Entra.
Pero no era una auténtica invitación. Era como si hubiese dicho: “Esta es tu casa..., no puedo impedir que entres aquí”.
Less estuvo a punto de retirarse, pero no pudo hacerlo. Entró en el cuarto y permaneció inmóvil en el centro, esperando.
–Siéntate –dijo Tom.

Less obedeció y tomó asiento en la silla de recto respaldo sobre la que Tom colgaba sus ropas al acostarse. Su padre esperó a que se sentara para dejarse caer sobre el lecho con un gruñido ininteligible.

Durante largo tiempo se miraron mutuamente, sin hablar, como dos extraños que esperasen a que uno de ellos iniciara la conversación. ¿Cómo había ido el examen? Less escuchó las palabras que se repetían en su mente. ¿Cómo había ido el examen? Pero no podía pronunciarlas. ¿Cómo había ido el...?

–Supongo que deseas saber... qué sucedió –murmuró al fin Torn, dominándose visiblemente.
–Sí –replicó Less–. Yo...
Se detuvo y volvió a repetir:
–Sí.
El anciano clavó los ojos en el suelo durante un momento. Luego alzó la cabeza de pronto y miró a su hijo con aire de reto.
No me presenté dijo.

Less tuvo la impresión de que le abandonaban las fuerzas. Continuó inmóvil en la silla, mirando a su padre.
–No tenía intención de presentarme –explicó el viejo apresuradamente–. No me agradaba lo más mínimo pasar por todas esas pruebas estúpidas. Reconocimiento físico, mental, cuadros, dibujos en un encerado... ¡Sabe Dios qué más! No, no tenía la menor intención de presentarme.

El anciano se detuvo y miró a su hijo con ojos en los que reflejaba la cólera, como desafiando a Less a que le dijese que había cometido una equivocación.
Pero Less no pudo decir nada.
Pasaron unos minutos. Less tragó saliva hasta que logró articular unas palabras.
–¿Qué... piensas hacer? –preguntó.
–Eso no importa... no tiene ninguna importancia –respondió el padre, como si agradeciese aquellas palabras–. No te preocupes por tu padre. Sé cuidar de mí mismo.
Y, de repente, Less oyó cómo el cajón de la mesita se cerraba nuevamente, luego el rumor de una bolsa de papel. Sintió la tentación de mirar hacia la mesita y comprobar si la bolsa de papel aún continuaba allí. Al cabo de unos segundos sintió que el cuello le dolía por el esfuerzo de no mirar hacia atrás.
–Bien... bien... –murmuró.
–Eso ahora ya no tiene importancia –repitió Tom, con tono casi suave–. No es problema del que tengas que preocuparte. No... no es tu problema.
“¡Sí que lo es!” Less oyó aquellas palabras que gritaba su mente. Pero no surgieron de su garganta. Había algo en el anciano que le detenía. Una especie de fuerza inexplicable, una tremenda dignidad que él no debía herir.
–Ahora me gustaría descansar –oyó decir a Tom.

Ante las palabras del anciano, Less tuvo la impresión de que alguien le había golpeado violentamente en el estómago. Me gustaría descansar... me gustaría descansar... Aquellas palabras se repitieron en su mente al mismo tiempo que se ponía en pie. Descansar... descansar...

Se encontró súbitamente en el umbral desde donde se volvió para mirar a su padre. “Adiós”. Pero la despedida tampoco la pronunciaron sus labios.

Su padre sonrió entonces y dijo:
–Buenas noches, Less.
–Papá...
Sintió la mano del anciano que tomaba la suya. Era una mano fuerte, firme, segura, que parecía consolarle. Luego sintió también aquella misma mano que se apoyaba en uno de sus hombros.
–Buenas noches, hijo –murmuró Tom.

En aquel instante se hallaban los dos muy cerca uno del otro. Less vio, por encima del hombre del anciano, la arrugada bolsa de la farmacia en un rincón del cuarto, como si hubiese sido arrojada allí para que nadie la viese.

Segundos más tarde, Less se hallaba inmóvil en el vestíbulo, abrumado por el terror, al oír correrse el cerrojo de la habitación. Comprendió que aun cuando su padre no cerrara la habitación, nunca se atrevería a entrar allí de nuevo...

Durante largo tiempo estuvo contemplando la cerrada puerta, temblando sin poder evitarlo. Luego se volvió.

Terry le estaba esperando al pie de las escaleras, con el rostro muy pálido. Al llegar Less junto a ella, comprendió su muda pregunta.

–No... no se presentó –fue todo cuanto dijo.
Terry movió los labios para emitir un ininteligible sonido.
–Pero... –murmuró.
–Estuvo en la farmacia –añadió Less–. Yo... he visto la bolsa en un rincón de su cuarto. Papá la arrojó allí para que yo no la viese, pero... la vi.
Durante un instante pareció que Terry trataba de lanzarse escaleras arriba, pero no fue más que un movimiento instintivo.
–Debió enseñar al farmacéutico la carta sobre el examen –murmuró Less–. Y... le dieron... las tabletas. Como lo hacen todos.
Permanecieron en pie, silenciosamente, en el comedor, mientras la lluvia azotaba los cristales de las ventanas.
–¿Qué haremos? –preguntó Terry con voz casi inaudible.
–Nada –respondió Less.
Tragó saliva y repitió casi sin darse cuenta:
–Nada...

Caminó de modo mecánico hacia la cocina y sintió cómo un brazo de Terry le ceñía desesperadamente por la cintura, hablándole de un profundo amor que en aquel momento no podía expresar con palabras.

Durante el resto de la tarde estuvieron sentados én la cocina. Después dé acostar a los niños Terry regresó a la cocina para tomar un poco de café y charlar con Less en voz baja.

Hacia medianoche abandonaron la cocina. Pero antes de subir la escalera, Less se detuvo ante la mesa del comedor y encontró allí su reloj con un nuevo cristal. Ni siquiera se atrevió a tocarlo.

Subieron y pasaron por delante de la puerta de Tom. En el interior de la habitación no se oía el menor ruido. Después se desnudaron y se metieron en cama. Terry colocó, el despertador como solía hacerlo todas las noches y al cabo de un par de horas pudieron conciliar el sueño.

Durante toda la noche reinó ei silencio en la habitación del anciano. Y al día siguiente continuó reinando el mismo silencio.



FIN

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