Cuento: Pica la peluca

Enrique Enriquez


Cuando mudé el blog ¡se me olvidó llevarme este cuento! Disfrútenlo porque está GENIAL.


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El Sicario se frotó los dedos para eliminar cualquier residuo de masa de gnocci mientras empujaba su silla de ruedas hacia el fregadero de la cocina, donde se lavó las manos, secándolas luego con un paño blanquísimo que volvió a plegar por sus dobleces exactos. Así, con las manos impolutas, buscó entre sus bolsillos la llavecita chata y cautelosamente gris que abría la segunda gaveta del armario, de donde sacó una bala calibre 25 que puso frente a la fotografía de una chica con cara de "empleada del mes", dejándola husmearle el rostro por varios segundos antes de meterla en un sobre y cerrarlo pasando la lengua por el filo engomado.

Quienes no tienen el valor de chapotear en las miserias de la vida se suicidan. Si resultan cobardes incluso para eso, llaman al Sicario y la muerte les llega a vuelta de correo. El Sicario pone una bala a mirar una foto de la víctima y luego la mete en un sobre con su dirección. Cuando el "cliente" abre el sobre, la bala le parte el pecho. Fácil y rápido. Infalible llueva, truene o relampaguee. El correo jamás falla y el Sicario menos.

Del Sicario no hay mucho que decir. Seis años atrás su primo Cósimo lo invitó a cenar. Tres platos de osso bucco con regina fagioli después, entraba a la sala de emergencias del hospital de Terrasini con una indigestión que lo dejó paralítico y le confirió el poder de dominar las balas usando la mente como pistola, todo por el mismo precio. Si Cósimo le había tendido una trampa o no era incierto, pero por las dudas el Sicario le abrió una segunda sonrisa más abajo de la quijada. Descanse en paz.

Hablemos mejor de su cliente, Melinda, la chica de la foto. Melinda quería ser actriz. Algunos pensaban que tenía todo para triunfar porque era alta, rubia, atractiva y un poco tonta, así que hizo lo que todas las mujeres altas, rubias, atractivas y un poco tontas hacen cuando quieren se actrices: fue a una audición.

La audición estaba llena de mujeres altas, rubias, atractivas y un poco tontas esperando ser descubiertas. Ninguna hablaba, y Melinda pensó "¡qué pretenciosas!". Luego de un rato dos hombres vestidos con uniforme azul entraron a la habitación, cargaron cada uno a una de las chicas y se fueron. Volvieron al poco tiempo y repitieron la operación. Melinda no notó nada extraño hasta que a una de las chicas se le cayó la cabeza cuando la levantaban. "Vaya, ¡esa es más tonta que yo!" se dijo. Da vergüenza decirlo, pero aún tardó diez minutos en enterarse de que se había sentado en un depósito de maniquíes. Ni siquiera lo descubrió ella misma, sino el sujeto que, al levantarla, no encontró las etiquetas con los precios en su ropa.



De ahí en adelante, y con una constancia pasmosa, fracasó en cada papel que le asignaron. Si le hablaban del Método Stanislawsky, ella respondía que siempre había confiado más en la píldora. Era un fracaso y todos lo sabían. Peor aún: ella lo sabía. Por eso contactó al Sicario, le envió su foto y se sentó a esperar que el cartero le trajera la muerte. Lo que no sabía Melinda es que ha podido ahorrarse el dinero, pues el Asesino de los Jueves entró esa noche a su casa.

El Asesino de los Jueves se metía a la casa de sus víctimas un jueves, usurpaba su identidad por siete días y las mataba el jueves siguiente. Según él, se entregaba a las costumbres de una persona extraña y luego se liberaba de ellas asesinándola. Algo muy coherente si te patina el coco. Había sido peluquero en Los Ángeles pero un tumor cerebral lo sacó del negocio. Los médicos decían que más de un corte de pelo al día lo habría hecho tener un derrame y eso le destruyó la carrera. No pudiendo ser quien quería ser, decidió ser cualquiera. Se volvió loco. En cualquier país del mundo los locos se contentan con deambular por la calle, pero en Los Ángeles los locos matan gente. Por algo es tan callado el Primer Mundo.

Melinda no notó nada raro en el hombre sin cabello ni cejas que la siguió hasta su casa conduciendo un escarabajo rosado en cuyo guardafangos podía leerse "Born To Kill". Tampoco le pareció raro que estacionase su auto junto al de ella y la siguiese por el jardín. Iba a comenzar a extrañarle todo aquello cuando recibió un mazazo en la nuca. Lo siguiente que supo fue que estaba en su cama, viéndose a si misma parada a sus pies.

-¿Quién eres tú? -preguntó.

-Soy Melinda -contestó el psicópata con voz de muñeca taiwanesa- esta semana verás qué tan Melinda soy. Luego te mataré. ¡Ah! y no intentes escapar. No tienes modo de engañarme. Tengo el coeficiente intelectual de un genio.

-¡Ay sí! -contestó la verdadera Melinda- serás muy genio, pero te apuesto a que a mi me invita más gente a salir.

Por fortuna sonó el timbre. En este tipo de historias la persona que llama a la puerta suele morir, pero el cartero se fue ileso tras dejar su encomienda en manos de una Melinda que supo ocultar muy bien sus nervios. Con la misma sangre fría cerró luego la puerta y dijo a su doble:

-Llegó el correo.

-Muy bien -dijo el Asesino de los Jueves- Abre una carta y yo abriré las demás exactamente igual a como tú abras la primera.

Siempre somos mejores cuando ya nada importa. Nuestra rehén fue pasando carta por carta con parsimonia, notando divertida que su captor miraba con atención de antropólogo cada uno de sus gestos. Ella que había sido tan mediocre frente al público, actuaba muy bien ante la muerte. Aquel fajo era bastante tedioso: cuentas… cuentas… publicidad… cuentas… cariños desde Italia… cuentas… ¿Cariños desde Italia? El sobre pesaba más de lo normal y Melinda entendió todo. Esa fue la carta elegida.

-¿Sabes? -le dijo al demente usando un histrionismo del que jamás gozó en escena- Me encantaría quedarme a que me mates, pero acabo de recordar que tenía un compromiso previo.

Melinda abrió el sobre del Sicario, la bala hizo lo suyo y ella murió en el acto sin que el Asesino de los Jueves tuviese nada que ver. No habiéndola matado él, la liberación era imposible y el Asesino de los Jueves se vio obligado a ser Melinda para siempre.

Lo bonito de esta historia es que a partir de entonces la actuación de Melinda mejoró. Nadie sabía cómo pero ahora era estupenda. Pronto comenzaron a lloverle los contratos, la ofertas, los halagos. Todo el mundo tenía un papel escrito para ella, todo galán la ansiaba entre sus brazos. El Tony llegó seguido del Golden Globe y finalmente del Oscar. Cuando Melinda recibió la estatuilla de manos de Anthony Hopkins lloraba. Nadie supo nunca que aquel era un llanto de prisionero, no de estrella.

FIN


Comentarios

  1. Hola, tienes un premio en mi blog. Saludos!
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